Por Rhina Guidos | Catholic News Service
SAN SALVADOR, El Salvador (CNS) — Blanca Estela García recuerda haber visto las noticias en la televisión: Un grupo de migrantes que se dirigía hacia el norte había sido asesinado a tiros por el cartel mexicano conocido como Los Zetas el 24 de agosto de 2010.
Las noticias hablaban del evento después conocido como la masacre de San Fernando. Un grupo de 58 hombres y 14 mujeres murieron tras ser interceptados por un cartel cerca de San Fernando en el estado mexicano de Tamaulipas cuando intentaban cruzar la frontera entre Estados Unidos y México.
“Cuando vi las noticias y después de las noticias, le pedía a Dios por las familias, aquellos que habían perdido a sus familiares, para que Dios les diera fortaleza”, dijo García en una entrevista el 4 de agosto con Catholic News Service.
Unos días después, alguien tocó el timbre de la residencia de la comunidad de Carmelitas Descalzos en San Salvador, donde trabaja, para decirle que las autoridades habían encontrado la identificación de su hijo cerca del cuerpo de una de las víctimas.
Con una foto de su hijo entre sus dedos, García dijo que ni siquiera sabía que él se había ido del país. José Francisco García, de 34 años, había sido deportado de Estados Unidos unos meses antes.
Después de su deportación, vivía con su hermana, quien conocía sus planes de regresar a Estados Unidos. No le dijeron a su madre para no preocuparla.
Porque García también vive donde trabaja, durante la semana laboral, no había visto a su hijo y no se había dado cuenta de que se había ido de nuevo a Estados Unidos. Sin embargo, cuando llegó el representante del gobierno para decirle que habían encontrado la tarjeta de identificación de su hijo, dijo que sabía en su corazón que estaba muerto.
“El hombre esta tan equivocado que cree que con matar a alguien, allí termina, pero no”, dijo. “Muere la carne y vive el alma”.
Eso es lo que le dijo al representante del gobierno a quien le costaba darle la noticia. Él le mostró una copia de los documentos que habían encontrado cerca de uno de los 72 cuerpos, y también le dijo que nada era seguro hasta que pudieran hacer un análisis de ADN.
Dijo que recordaba cuando su hijo se fue por primera vez en 2005. Había estado en el ejército salvadoreño, era sargento, y si bien le había brindado mucha capacitación y educación, el sueño de tener una casa, que nunca hubiera podido construir con los salarios en El Salvador, lo había llevado a migrar.
Terminó en Houston, donde trabajó en la construcción. Aunque la vida como inmigrante, particularmente como indocumentado, no era tan buena como la habían pintado otros, había podido comprar una propiedad y estaba orgulloso del logro.
Su madre dice que no sabe por qué se fue de nuevo. Pero dijo que probablemente fue por las mismas razones económicas que lo llevaron a irse la primera vez.
Menos de un mes después de que él se fuera por segunda vez, ella estaba en una oficina con funcionarios extrayéndole sangre para una comparación de ADN para comparar con uno de los cuerpos encontrados apilados contra una pared, manos atadas y sangre por todos lados tras recibir un disparo en la cabeza. Dos hombres que pretendieron estar muertos sobrevivieron y abandonaron el lugar de la masacre, que fue noticia en todo el mundo como uno de los peores ataques contra los migrantes por parte de los carteles de la droga de México.
El 5 de septiembre de 2010, García y su hija fueron con otras familias hacia el aeropuerto de San Salvador para recibir a los cuerpos de 12 salvadoreños que se encontraban entre las víctimas de la masacre, que también incluía a migrantes de Honduras, Guatemala y Brasil.
García dijo que estaba tranquila, pero vio a la gente “desplomada”, llorando histéricamente, algunos enojados con Dios. Unos días antes, mientras llenaba el papeleo para recoger el cuerpo de su hijo, se había encontrado con una mujer que gritaba por lo que dijo que era la injusticia de Dios y preguntaba por qué Dios permitía que pandilleros vivieran pero se había llevado a su hermano. García le dijo a la mujer que no tenía derecho a repudiar a Dios de esa manera y la mujer le dijo que solo una persona que no hubiera perdido a un familiar en una masacre tan terrible podía hablar así.
“Le dije ‘Pues aquí no estoy de turista. He perdido a mi hijo'”, recordó. “Quedó en silencio con el cuadro (una foto de su hermano) abrazado”.
En el aeropuerto, García se sentó cerca de donde pasaban ataúdes sellados con los cuerpos. Estaban enumerados. Su hijo era el número cinco. Los cadetes salvadoreños cargaron su ataúd, y la familia lo llevó a su pueblo de Talnique, para la misa y el entierro.
Unos días antes de que le informaran de su asesinato, García dijo que inexplicablemente comenzó a llorar después de terminar el trabajo. Y dijo que estaba conversando con Dios, dándole gracias por darle un buen hijo, un joven responsable.
“Tal vez fue el momento que lo estaban sacrificando”, dijo.
Aunque perdió el apetito por un tiempo y no pudo dormir, nunca perdió su fuerza espiritual, dijo, y nunca se sintió “con flaqueza”. Todavía se encuentra con algunas de las familias que comparten el dolor de ese terrible día de agosto.
“Le pido a Dios que los perdone”, dijo sobre los que le quitaron la vida a los migrantes. “No les guardo rencor en el corazón. Le pido a Dios que los perdone, él se encarga de ellos”.
Dijo que su hijo la llamaba a menudo por teléfono, y como otros sufría la vida de las personas indocumentadas: la soledad, el trabajo duro, la preocupación constante de encontrarse con las autoridades de inmigración. Ese dolor ya no existe.
Todo lo que queda es la propiedad que dejó y las pertenencias que le preocupaban en Estados Unidos y que posiblemente lo llevaron a salir de El Salvador nuevamente. Dijo que se considera bendecida porque al menos sabe dónde está enterrado su hijo; hay familias que han visto partir a sus seres queridos y nunca han vuelto a saber de ellos.
Aquellos que se van a Estados Unidos u otros países siempre hablan de “una vida mejor”, dijo.
“Pero no es” una vida mejor, dijo, advirtiendo que a veces el precio es demasiado alto.