El irremplazable amigo y pastor que COVID-19 se llevó

Por Rhina Guidos | Catholic News Service

SAN SALVADOR, El Salvador (CNS) — Al comienzo de la pandemia de coronavirus en marzo del 2020, comencé a tomar notas, un tipo de terapia durante el encierro en mi departamento en Washington. Una de las notas que encontré más de un año después era sobre mis mayores temores: que mi madre contrajera el virus, o que le diera a mi amigo, el padre Estefan Turcios en El Salvador, quien ha sido como un padre para mí durante 21 años.

Ya que era diabético y con 70 años cumplidos, yo sabía que el padre Estefan enfrentaría una batalla cuesta arriba si contraía el virus.

El último día del 2020, mientras estaba fuera del país, mi hermana me llamó para decirme que mi madre había contraído Covid-19. Tenía fiebre alta y tos. Esto me trajo días de angustia y lágrimas mientras esperaba ver los efectos y consecuencias en su cuerpo que ahora ya es débil.

El padre Estefan Turcios bendice a un niño el 7 de mayo de 2017, después de bautismos en la parroquia de San Antonio, Soyapango, El Salvador. El querido pastor, quien también fue director de la oficina de derechos humanos para la Arquidiócesis de San Salvador, murió el 8 de mayo de 2021, uno de los más de 2,000 salvadoreños que han muerto de COVID-19, según datos del gobierno. (Foto CNS/Rhina Guidos)

La primera persona a la que llamé cuando supe fue al padre Estefan — la primera persona a la que siempre llamaba cuando algo bueno o malo pasaba en mi vida.

“De rodillas, hijita”, me dijo, y junto conmigo comenzó a rezar, escuchando mis llantos durante días hasta que mi madre, afortunadamente, mejoró.

Era una rutina que había funcionado muy bien siempre que le llamaba al padre cada vez que mis amigos pedían oraciones por sus seres queridos durante los días cuando el virus se propagaba fuertemente por Estados Unidos y por todo el mundo. Fue una tarea que el padre Estefan se tomó muy en serio. Lo veía y lo escuchaba una y otra vez, mencionar sus nombres, a veces con dificultad, durante su misa diaria en vivo desde su parroquia en Soyapango, cerca de San Salvador.

Cuando regresé a los EE. UU. a fines de abril, encontré un país y una ciudad que regresaban a la normalidad: vacunas y gente cenando al aire libre en todas partes. También encontré raros incentivos, dinero, cerveza y productos de marihuana que ofrecían en la parte del país donde vivo, para aquellos que se resistían la vacuna.

A principios de abril, mientras estaba en El Salvador, le pedí al padre Estefan que se fuera conmigo a los Estados Unidos para recibir una inyección de la vacuna Johnson & Johnson, ya que las exigencias de su tiempo nunca le permitirían permanecer alejado más de unos días. Pero la vacuna había sido suspendida en ese momento y el 14 de abril optó por ponerse la CoronaVac, donada por China, la única opción disponible para la mayoría de los salvadoreños.

Catorce días después y menos de una semana tras mi regreso a EE.UU., recibí la llamada que tanto temía: “El padre Estefan está en el hospital con COVID”.

Aunque el Hospital El Salvador ha recibido mucha buena prensa, algunos, como el padre Estefan, dudaban de los éxitos que se mencionaban en artículos de publicidad del centro, y decía que eran exageración y política. De cualquier forma, no es el lugar donde uno quiere que termine su ser querido.

Eso es porque allí es donde van los peores casos de Covid-19 en El Salvador, donde no hay visitas y si uno muere, su cuerpo se envuelve y se sella en dos bolsas plásticas para cadáveres; su ataúd es enviado en una caravana de policías con una sirena característica para muertos de COVID, y solo dos seres queridos pueden seguirlo hasta el lugar del descanso final.

Durante una conversación telefónica que tuve con el padre desde los Estados Unidos durante los peores momentos de la pandemia, me dijo que preferiría morir en casa. Me dijo que había visto reportes de morgues desbordadas y que no quería que su cuerpo se perdiera. Le dije que dejara de ser dramático y me preguntó: “si me pasa algo”, es decir, si moría, “¿vas a venir?”.

El padre Santos Belisario, a la izquierda, ofrece un responso ante el ataúd del padre Estefan Turcios en la iglesia San Antonio Soyapango cerca de San Salvador, El Salvador el 11 de mayo de 2021. El padre Turcios murió el 8 de mayo de 2021, y debido a estrictos protocolos de COVID-19 en el país, los feligreses no pudieron estar presentes. (Foto CNS/Rhina Guidos)

En ese momento, a fines de marzo de 2020, El Salvador cerró sus fronteras, incluso el aeropuerto, en un intento de evitar que ingresaran variantes del virus. Le dije que haría todo lo posible por entrar, pero le dije bromeando, “no se muera mientras la frontera esté cerrada. No soy buena para entrar de escondidas”.

Esas conversaciones pasaron por mi mente más de un año después, mientras esperaba en los EE. UU. noticias de su recuperación. Todos los días le dejaba mensajes de WhatsApp, le enviaba una foto y le decía lo que haríamos y veríamos una vez que saliera del hospital. A veces mi voz se quebraba, pero le dije que estaba de rodillas, rezando para que mejorara.

El 29 de abril, me dejó un mensaje y sonaba un poco desorientado. Me dijo que iba en rumbo a la Unidad de Cuidados Intensivos donde “van a tratar de levantarme”, dijo y colgó.

Durante esos días, la vacuna Johnson & Johnson estaba nuevamente en uso en los Estados Unidos. Me pregunté que que hubiera ocurrido si yo hubiera adelantado mi salida de El Salvador y me hubiera llevado al padre en vez de dejarlo que se pusiera una vacuna que apenas tiene un 50 por ciento de efectividad. Pero como alguien me recordó en estos últimos días, el optó por la única opción disponible para los pobres. Así vivía. También de esa forma murió.

Al no más aterrizar mi avión en San Salvador el 8 de mayo, recibí un texto que fue enviado mientras yo venía de camino y decía que sus órganos estaban fallando. Inmediatamente, le dejé un mensaje que nunca escuchó, diciéndole que había aterrizado y que no quería que sufriera, pero si no lo veía esta vez, quería agradecerle por todo lo que había hecho por mí durante los años que nos conocimos. Le dije cuánto lo amaba, que quisiera verle en la próxima vida pero no estaba segura. Era algo que le había dicho muchas veces durante la pandemia. Dos horas después, se fue de este mundo.

Tres días después, con su sobrina y la administradora de su parroquia, mi amiga Guadalupe de Centeno, fuimos a recoger su cuerpo al Hospital El Salvador. Vimos cómo el personal de la funeraria metió el ataúd en lo que parecía un congelador portátil. Aunque las cifras oficiales dicen que un promedio de tres a cuatro personas o menos mueren de COVID en El Salvador cada día, nosotras vimos al menos una docena de cuerpos salir en las dos horas que estuvimos allí esperando al padre.

Le preguntamos al personal de la funeraria si había alguna manera de que se le pudiera vestir con su sotana y su alba, pero lo único que pudieron hacer, por las normas de los entierros para pacientes de COVID, fue envolver los ornamentos en plástico encima del ataúd.

Y con la sirena de la patrulla que nos guiaba, nos dirigimos hacia el tráfico pesado de la ciudad que el padre tanto amaba, un último viaje en rumbo a su lugar de descanso final: su parroquia.

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Author: Catholic News Service

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